En el 39 aniversario del último golpe de Estado cívico-militar, que dejó 30.000 compañeros detenidos-desaparecidos, compartimos la reflexión del compañero Guillermo Matías Rivera Maturano, profesor del Ciclo de Introducción a la Trayectoria Universitaria e invitamos a todxs a participar de las distintas actividades que se realizarán en la plaza de Mayo.
Conmemoramos hoy un período que fue, sin dudas, el más oscuro de nuestra historia. El 24 de
marzo de 1976 inició un proceso que pretendió doblegar la voluntad de la
sociedad argentina a través del terror, a través de un Estado que ejerce el
terror como medida sistemática de disciplinamiento. Sabemos qué ocasiona el
miedo, el terror.
La instauración
de un régimen dictatorial obedeció, no sólo a las circunstancias internas del
país, circunstancias que, por otra parte, daban muestra de la creciente toma de
conciencia por parte de la sociedad de su propio protagonismo en la historia;
sino que también fue llevado a cabo en pos de un proyecto más amplio, y en cuyo
objetivo se encontraban aquellos países que, por sus instituciones o por las
particulares situaciones que vivían, o por lo movilizadas que estaban sus
sociedades, impedían la libre implementación de un sistema político y económico
que apuntaba a destruir los vínculos comunitarios: el denominado “Tercer Orden
Mundial”, también conocido en nuestro continente como “Neoliberalismo”.
Pero este
régimen fue posible por la connivencia, la aceptación y el apoyo de un
importante sector de nuestra sociedad que puso en primer lugar sus intereses
particulares y mezquinos, su comprensión de que la Argentina es un país en
el que no todos tienen cabida y en el que el poder y la riqueza no pueden ser
distribuidos equitativamente entre todos los ciudadanos.
Las víctimas han
sido los desaparecidos, los muertos, los torturados, los exiliados. Pero, y tal
vez más grave aún, las marcas que han dejado en nuestra sociedad esos años han
sido fruto de una política de disciplinamiento, de aislamiento y desvinculación
de los sujetos a la comunidad, de aceptación pasiva de medidas tendientes a
destruir cualquier tipo de movilización social.
No es nuestro
interés aquí volver a señalar acontecimientos, medidas, programas, que se
efectuaron en esos años, ya que nuestro conocimiento y nuestra conciencia
acerca de esos oscuros años ha aumentado permitiéndonos sopesar los actos y sus
consecuencias. Es acerca de algunas de esas consecuencias sobre las que
queremos abrir la reflexión. El proceso de domesticación de voluntades ha
dejado profundas secuelas en nuestra sociedad, secuelas que nos persiguen hasta
el día de hoy al punto que pudimos comenzar a percibir nuevamente un espíritu
de militancia recién en los últimos años, por poner sólo un ejemplo. Esas
secuelas se han profundizado con la implementación de las políticas de los años
noventa que continuaron las iniciadas dos décadas antes, y cuyas huellas
todavía amplios sectores de nuestra población siguen padeciendo.
Entre las
sombras que aún nos persiguen podemos nombrar el individualismo y la
desconfianza que despiertan aquellos que no son “como nosotros” (desconfianza,
por ejemplo, ante quien responde a las caracterizaciones que los medios y otros
espacios de poder hacen de quienes son “peligrosos”), el espíritu competitivo
que, sobre todo en los sectores medios, es más fuerte que el sentido de
justicia, solidaridad y equidad. También podemos citar el temor a
comprometernos, a luchar y militar por la transformación de un mundo con el que
no estamos conformes pero ante el cual preferimos replegarnos en nuestra propia
interioridad antes que arriesgarnos. Esto podemos verlo particularmente en el ámbito
gremial, en el que estas transformaciones han sido más evidentes, si recordamos
(sin ir más lejos) el “Cordobazo” y lo cotejamos con algunas de las luchas
contemporáneas; o si vemos cómo algunos gremios en la actualidad son
accionistas de las empresas cuyos trabajadores dicen defender. Pero también
podemos verlo en la falta de acción y compromiso de trabajadores que han
perdido la dimensión colectiva de la lucha y prefieren negociar su propio
puesto olvidando que un derecho que se vulnera a uno solo es un derecho que se
vulnera a todos.
Como
trabajadores de la educación, como miembros es esta institución, tenemos la
enorme responsabilidad de ser protagonistas en el esfuerzo por revertir esas
secuelas; y la educación es un ejercicio que exige militancia, compromiso. Es
fundamental que nos detengamos a pensar en qué medida también en nosotros se
encuentra ese espíritu doblegado, disciplinado; o si, por el contrario somos
capaces de romper la lógica individualista propia del sujeto neoliberal
mercantilizado y de instalar la lógica de una comunidad que escribe la historia
desde la lucha y el compromiso colectivo.
El 24 de marzo
debería ser una fecha que, por la memoria de ese período diabólico (en el
sentido griego de destructor de toda posible unidad y comunidad), nos empuje a
construir lazos comunitarios, a construir colectivamente el reconocimiento de
los derechos como derechos de todos y a efectivizarlos; que nos empuje, en
definitiva a construirnos como miembros de un colectivo que requiere de nuestro
compromiso y de nuestra responsabilidad.